Tan pronto
rebasan las fastidiosas nubes plúmbeas de la atmósfera, es posible percibir de
repente la luz refulgente de los rayos a zigzaguear serpenteantes por los
cielos como víboras venidas del Edén.
Desgajan
incontinenti como si de hoja de papel estraza se tratase, la gaza de un denso
cielo velado y llorón, para luego alcanzar vertiginosamente su destino antes que
mil trompetas aladas festejen su llegada con un rugido del infierno. Entonces el
estruendo nos sacudirá de la cabeza a los pies.
Diferente a
la rimbombante actitud de estos, a partir una lejana estrella del firmamento, tenemos
la objetividad de un silencioso querubín alado que luego de extender su arco y hacer
mira antes de lanzar la saeta del amor, la largará atravesando fugaz un cielo
de tinte añil.
Conmoción
sería por cierto la palabra correcta para lo que ocurre con esos puntiagudos y
certeros dardos. Uno en la imaginación, el otro en el corazón, ya que rayos o
saetas nos atrapan por igual entre fragor y confusión. Por eso es dable afirmar
que si esos dos lanzados nos alcanzan, seguramente nos quemarán en vida. Uno
por fuera, otro por dentro.
Es consabido
que los rayos suelen tener vida efímera y mueren en nuestra mente escasos segundos
después de su inaudito estrépito. Pero las saetas no. La vibración que estas
causan puede durar eternamente, ya que el poderoso soporífero de afecto que
contienen en su punta, suele ser perito en tomar cuenta de las alucinaciones del
más inocente de los humanos.
Un sedante
que embriaga de inicio el corazón y luego endilga la mente, el alma y los
sentidos, haciendo que el febril apasionado ya no sienta más el suelo bajo sus
pies.
¿Acaso
podrá ese ser enclenque de amor oponerse a las inexorables severidades de la
vida?