Recuerdo
que no hace mucho, a los dos nos envolvían los abrazos y a todo ceñimos juntos con
un abrazo. Me refiero a esos, los de todo tipo. Sin embargo, de a poco nos
fuimos olvidando de lo más transcendental que existe en la vida, hasta que nos
transformamos de pronto en dos simples desconocidos con muchos recuerdos en
común.
No es sin
pesar, que hoy debo reconocer que tú has sido una efímera ráfaga de felicidad
infinita que la tormenta de la pasión alcanzó a destruir antes de dar tiempo a que
el propio tiempo pudiese cimentar las ilusiones partidas.
Hoy ya no entono
poesías, niña mía. Canto penas que a duras penas arranco de las cuerdas de mi etérea
guitarra. En el momento, sin rumbo, ya no canto desde mi garganta esas voces
elementales que en las tardes estivales pasaban verde su canto como el torrente
de llanto vertido por los zorzales.
Otrora fueron
verdaderos acordes del sentimiento que lograron brotar de afecto junto al
alboroto del viento que se entretenía desflecando tus cabellos. En ese entonces,
yo solo ansiaba con afición que el arrullo de mi ronca voz de milenarias
ilusiones, realizara en ese viaje mío una música de ensueños que arrullase el
conluio de tu encanto.
Fue hundido
en esa placidez sonora que alcé el cenit de mi canto, más bien por orgullo que
por halago, en un cielo con mil estrellas a mis pies.
En este
momento, solitario, profundamente angustiada, ya no tiembla mi guitarra como
tiembla de amor una novia apasionada. Hoy sólo las sombras escuchan a quien ahora
entre sombras canta, y sé que en breve, un día entre los días, Dios habrá de juzgar
esa ave cantora que ahora anida muda en mi alma.
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