Sería
oportuno que se estableciera cuanto antes, en que fecha cumplen su mayoría de
edad los vicios menores; no obstante, de cara a los desenfrenos que causa la pasión,
me sobrevenga una duda: ¿quién jamás ha puesto al huracán del amor ni yugos ni
trabas, ni quién el rayo del deseo detuvo prisionero en una jaula?
Está probado
por a más be, que yo alcanzo el éxtasis de mis utopías ante una impactante
presencia de coloraciones surtidas, fusionadas en una amalgama entre cal y fango,
entre madero y guijarro, entre metal y cristal, entre sangre seca y rezos de
plegarias, entre imágenes ya esculpidas y rostros cobrizos donde tú no estás.
Es a causa
de ello que, consternado por la distancia que nos separa, ruego al santo
pajarillo que canta plegarias al amor, tan sólo un favor: vuela hasta la lucera
de mi velada amada y entrégale en mi nombre el requiebro de tus trinos, y omite
revelarle a la diva de mis ilusiones que por aquí yerran mis más resignadas reflexiones.
Entretanto, en cuanto no vuelves con tu trino, me entregaré a indagar los
sucesos de una época que probablemente jamás volverá.
Entre las mil
aflicciones que me atosigan el alma, debo admitir que el leve roce de su beso
fresco sobre mis labios de jaspe, su dócil caricia afectuosa sobre mi piel
deslucida, o el más exiguo susurro que ella dispensa en mi oído como gemido de
amor en flor, despiertan y provocan en mi alma una exuberante cascada de
emociones expectantes que me conducen a la puerta de la locura.
Esa
hechicera luz que irradian sus lindos ojos color de melaza azucarada, es la que
ahora sirven para iluminar mi pedregoso sendero, permitiéndome distinguir con
claridad la flor de esa niña mujer que, callada, habita dentro de mí.
Sus largos
cabellos dorados son como largas espigas de trigo maduro que se mecen con la
caricia del viento… Pero cuando me besas, ¡oh!, cuando tú me besas, mi linda
niña, miles de mariposas de colores aletean agitadas en mi mente y me
transportan irreflexivo hasta la punta del delirio.
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