Desde muy pequeño
que me gusta hablar a solas con las estrellas. Pero fue tan solamente al rebasar
el trajinar del tiempo, que alcancé a darme cuenta que cuando cualquier
estrella recorre inmortal las sombras de la madrugada, como si ella fuese una lágrima
furtiva, es en verdad la noche quien llora profundamente angustiada.
Es durante
esos fuscos momentos de soledad noctívaga, que las sombras logran escuchar con
claridad quien entre las sombras canta y encanta, no obstante yo, confiando en la
intuición del viento en su espasmo madrugador, disfruto el instante y me pongo
a elegir palabras.
Es la noche
y es la duda quienes nos enseñan a contar con casi nada. Y si acaso un incierto
motivo hace que la vigilia cuente con la guía segura de algunas pocas
estrellas, yo como cualesquiera nos veremos obligados a andar por caminos sin
mucha confianza. Sin embargo, es ahí donde mi fe, en un rescoldo que ni alumbra
ni se apaga, la que mantiene intacto el secreto primogénito del alba.
Inmerso en
esa magia estelar, supongo fácilmente que al principio de los tiempos debo
haber sido una estrella en la mirada de nuestro Supremo, de cuya pupila
soberana descendí tal cual una lágrima de novia acongojada.
Pero hoy, cansado
y dolido en mi hosca mansedumbre condenada, soy tan sólo un pedazo de sombra
que se revela y canta. Y, a lo mejor, probablemente mañana u otro día
cualquiera, puede que Dios me lleve con mi copla donde más se necesite para
salvar allí una esperanza.
Quién sabe escondida
dentro de esa estructura de barro estrella que poseo, tenga yo encarcelada un
ave cantora que habita inconsciente en un alma que tiembla en la gruta del
grito y que sin más aletea triste en mi garganta.
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