Este
cuentito, así escrito, es un placer. Leído, es lo que iremos ver.
…A eso del
atardecer, entre relámpagos y truenos, las nubes, negruzcas e inmóviles,
aflojaron y el agua empezó a caer como con rabia, con una furia casi loca. Como
si de repente le diera asco las cosas feas del mundo y quisiera bórralo todo,
deshacerlo todo y llevárselo bien lejos.
Los bichos
buscaron de inmediato refugio y la hacienda buscó dar anca al viento o buscaba
amparo debajo de algún árbol, en cuyas ramas chorreaban los pajaritos, metidos
a medias en sus nidos de ramitas, paja y pluma.
Dentro de
la vivienda, en la cocina negra de humo se hallaban, cuando oyeron ladrar el
perro que miraba hacia el lado del camino, doña Eulalia y su hija Leonor, la
que se asomó y percibió la silueta de un hombre desmontar en la enramada con el
poncho empapado y el sombrero como trapo por causa del furioso aguacero.
-¿Quién es?
-Preguntó la madre sin dejar de revolver la olla de cocido, mientras su hija le
gritaba al perro, con autoridad-: ¡Rosendo! ¡Rosendo! ¡Quieto!, ¡ven aquí!
-No sé… No
lo conozco -respondió Leonor, expectante, cuando se colocó al lado de su madre.
-¡Buenas
tardes! -las saludó la voz grave del hombre, agachándose, al entrar.
-Buenas…
Siéntese. ¿Lo agarró el agua?... Sáquese el poncho y arrímelo al fogón -le ordenó
doña Eulalia.
-Sí, es
mejor. -Concordó el forastero, mientras colgaba el poncho negro en un gran
clavo cerca del fogón y sacudía el sombrero. Después se sentó en un banco.
-¿Viene de
lejos? -sondeó la madre, ojos quietos, tirante pelo negro ya con copiosas
hebras blancas.
-Desde las
sierras del norte.
-¿Y va?
-curioseó ella, sin mirarlo.
-A la
estancia de don Torquato Balbuena. Más allá de Arroyo Grande… En verdad,
pensaba llegar hoy, pero me apuré mucho por el agua y traigo cansado el
caballo. Así que si me deja pasar la noche…
-Como ve,
comodidad no tenemos -advirtió Eulalia-. En todo caso, puede traer su recado y
dormir aquí mismo.
-¡Cómo
no!... Estoy acostumbrado.
La muchacha,
ahora acurrucada en un rincón, miraba al forastero de reojo. Cuando oyó que iba
a quedarse, sintió clarito en el pecho los golpes del corazón. Es que cada vez
más le parecía que aquel hombre delgado y alto, de cara pálida cubierta por una
negrísima barba que la hacía más blanca, no tenía aspecto de tranquilizar a
nadie.
La madre entorpeció
sus nublosas reflexiones, diciendo: -A ver, aprontá un mate, hija-, y siguió
revolviendo el guiso, mientras daba conversación al forastero, que ahora
acariciaba el perro y retiraba la mano cada vez que éste rezongaba desconfiado
de tanto mimo.
Leonor tiró
la yerba vieja del porongo, puso nueva, e hizo absorber primero un poco de agua
tibia para que esta se hinchara sin quemarse. A seguir ofreció el primer mate
al desconocido. Éste la miró a los ojos y ella los bajó, trémula de susto. No
sabía por qué. Muchas veces habían llegado así, de pronto, gentes de otros
pagos que dormían allí y al otro día se iban. Pero esa nochecita, con el ruido
de los truenos y la lluvia, con la soledad, con muchas otras cosas en la cabeza,
tenía un tremendo miedo a aquel hombre de barba negra y cara pálida y ojos como
chispas.
Se dio
cuenta que la observaba. Los ojos encapotados, sorbiendo lentamente el mate, el
hombre recorría con la vista el cuerpo tentador de la muchacha. Su acto lo
llevó a pensar que había que cansar muchos caballos para volver a encontrar
otra tan linda y tan bonita en todo el pago.
Brillante y
negro el pelo, se lo repartía al medio con una raya pareja y le caía por los
hombros en dos trenzas largas y flexibles. Leonor tenía los labios carnosos y
chiquitos que parecían apretarse para dar un beso largo y hondo, de esos que
aprisionan toda una existencia. La carne blanca, blanca como cuajada, tibia
como pulmón, se aparecía por el escote y se dejaba también ver por las mangas
cortas del vestido. Tenía un pecho abultadito, lindo pecho de torcaza con sus
pezones levantando con sus chuzas la zaraza; las caderas ceñidas, firmes; las
piernas se adivinaban bien formadas bajo una pollera ligera que las pintaban
clarito.
Toda ella
producía unas ansias extrañas en quien la miraba; entreveradas ansias de caer
de rodillas, de cazarla por el pelo, de hacerla sufrir apretándola fuerte entre
los brazos, de acariciarla tocándola apenitas. Una mezcla de deseos buenos y
malos que viboreaban en el alma del cristiano como relámpagos entre la noche.
Porque si bien el cuerpo tentaba el deseo del animal, los ojos grandes y negros
eran de un mirar tan dulce, tan leal, tan tristón, que tenían a raya el
apetito, y ponían como alitas de ángel a las malas pasiones.
Embebecido
cada vez más en la contemplación lúdica, el hombre sólo al rato advirtió que la
muchacha estaba asustada con su actitud. Entonces algo le pasó también a él. Su
mano vacilaba ahora al tenderla para recibir o entregar el mate.
Leonor iba
entre tanto poniendo la mesa. Luego los tres se sentaron silenciosamente a
comer. Concluida la cena, mientras las mujeres fregaban, el hombre fue bajo la
lluvia hasta la enramada, desensilló, llevó el recado a la cocina y se sentó
esperando que ellas hicieran la lidia jugando con el perro, con Rosendo que,
por una presa tirada al cenar, había perdido la desconfianza y ya estaba íntimo
con el desconocido.
-¡Lo mismo
que el hombre! -pensó, y siguió mirando el fuego y, de reojo, a Leonor. Cuando
terminaron la tarea, la madre desapareció para tomar unas cobijas.
-Su poncho
no se ha secado… Tome, hasta mañana, si Dios quiere -gesticuló Rosenda, parada,
aguardando por su hija.
-Se
agradece.
-¡Buenas
noches! -deseó Leonor, cruzando ligero a su lado con la cabeza gacha.
Las dos
mujeres abrieron la puerta que comunicaba con el otro cuarto, pasaron y la
volvieron a cerrar. Al rato, se oyó el rumor de las camas al recibir los
cuerpos, se apagó la luz… Todo envolviéndose en el ruido del agua que caía sin
cesar. El hombre tendió las cacharpas, se arrebujó en las mantas junto con el
perro y sopló el candil. El fogón, mal apagado, quedó brillando.
Al poco
rato se empezó a oír la respiración ruidosa y regular de la mujer. Pero en la
cama de Leonor no había caído el descanso. Ahora que su madre dormía, el miedo
la ahogaba más fuerte. El corazón le golpeaba el pecho como alertándola para
que algún peligro no la agarrara impróvida en el sueño. De cuando en cuando
ensayaba rezar un Ave María que casi nunca terminaba, porque lo paraba en seco
cualquier rumor, que la hacía sentar de un salto en la cama.
Su vista
trataba en vano de atravesar las tinieblas… A eso de la media noche, bien claro
oyó que la puerta de la cocina que daba al patio había sido abierta, y hasta le
pareció sentir que el aire frío entraba por las rendijas. Tuvo intención de
despertar a su madre, pero no se animó a moverse. Sentada, con los ojos
saltados y la boca abierta para juntar el aire que le faltaba, escuchó. No
sintió nadita.
Aquel
silencio, después de aquel ruido, la asustaba aún más. No sentía nada, pero en
su trastocada imaginación veía nítidamente al hombre de la barba negra
clavándole los ojos como chispas; veía el poncho negro, colgado del clavo,
movido por el viento como anunciando ruina. Y como para convencerla de que era
verdad que la puerta había sido abierta, seguía sintiendo el aire frio y
percibía más claramente el ruido de la lluvia…
En efecto,
el forastero, que se echara nomás sobre el recado, ya se había levantado y lo
llevara otra vez a la enramada. Después de ensillar, había salido a pie hasta
la manguera que estaba como a una cuadra, dejándose pintar de rosado por los
relámpagos. El agua le daba de frente, por eso avanzaba con la cabeza gacha. A
la luz de los relámpagos daba para ver el poncho y el sombrero hechos sopa…
Chorreando agua, montó y salió como sin prisa, al trotecito. La lluvia gruesa,
helada, seguía cayendo mientras Leonor lo miraba desde la ventana soñando con
lo que hubiese podido haber sido y no fue.
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