Fue como si
surgiese de repente el ventarrón infausto del destino, y presumo que a ti
también te habrán lastimado el alma esas agrias palabras que, al proferirlas al
azar, no tuvieron la intención de hacerme daño, aunque el golpe del veneno que
había en ellas fue mucho más que un rencor ajeno olvidado en su inútil corona
de espinas.
Hazme el
favor, cállate, abominable Eva de este paraíso terrenal. Nunca ignores a quien ciertamente
le importas, pues tal vez mañana, tarde, has de darte cuenta que perdiste la
luna, mientras, dispersa y afrentada, te entretuviste en contar las estrellas.
Puede que
no te hayas dado cuenta, pero las tuyas han sido palabras que acecharon la
muerte de un amor sublime a quien entonces lo ofendieron e hirieron gravemente,
únicamente porque mi boca cerrada ya no pudo contestar su canto avinagrado.
Al oírte me
sobrevino el llanto. Esas ganas de llorar que nacen de repente, ahogadas en la desolación,
mismo que fuera de mi cuerpo en desconsuelo la luna florecida y el vergel en
flor quisiesen forjar ese deseo de estar solo y al mismo tiempo necesitar de un
abrazo, una caricia, tal vez hasta un beso que lo pueda todo.
Duele, pero
el más mentado de los hombres llora en los momentos más amargos de la vida. Yo
no fui diferente, pues siendo más que el mar y que sus islas, y porque hay que
caer dentro de ese mismo mar como en un pozo para salir del fondo con un ramo
de agua secreta y verdades sumergidas, entonces lloré, lloré con el alma. Pero
no lloré físicamente, lloré de verdad, de la manera que más duele, lloré sin
lágrimas.
Infausta
mujer, te has olvidado que el amor verdadero nunca se da por vencido, que jamás
pierde la fe, porque siempre tiene esperanza y se mantiene firme ante toda
circunstancia, incluso estando dentro de un traje vacío y uno siga cojeando
como un espantapájaros de sonrisa sangrante.
¡Ay de mí!,
¡ay de nosotros!, mi dulce amada, que sólo quisimos apena amor, amarnos, y
entre tantos dolores nos dispusimos los dos a quedar malheridos.
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