Se despertó
casi súbitamente, pero tardó un instante en recordar adonde se encontraba y
quién era esa mujer que dormía, desnuda, a su lado. La oscuridad del cuarto era
total; el silencio, muy hondo. El aire de la habitación tenía olor a cal y
portland, a albañilería reciente.
Detrás del
silencio y como jugando con él sin romperlo, el hombre oyó el fatigado malhumor
de aguas corriendo, el perene rezongadero de las olas en la noche calmosa. Un río
corría cerca de la casa.
Permaneció quieto
sin moverse durante varios minutos. Se sentía tranquilo, despierto, ligeramente
ido o despegado de todo. Pensó que afuera habría un cielo sin luna y con la
vislumbre azul de todas las estrellas. Imaginó que debería faltar mucho para el
amanecer.
Le parecía
extraño haber despertado tan limpiamente y a tal altura de la noche. Por lo
general despertaba solo, en su cama, en el apartamento donde vivía en la
ciudad, a media mañana y luego de una etapa de duermevela, y emergiendo a la
luz del día con jirones y hebras de sueños como suciedades adheridas a su mente.
Se dijo que
aquel despertar inusual lo debía a la presencia de la mujer. Lo debía sin duda,
siguió cavilando, a que él, aun dormido, no había dejado de sentirla a su lado
y tal vez de quererla. Pensó esto y otra vez más pronunció sin voz las sílabas
que la nombraban, y casi de inmediato se dio cuenta que le nacían muchas ganas
de tocarla.
También él
estaba desnudo; movió un poco su cuerpo, con cuidado, para ajustarlo mejor al
cuerpo cálido de la mujer. Era aquella una noche tibia, de fines de verano, y a
ambos los cubría solamente una sábana, arrugada. La cama olía a hombre y mujer
juntos, a hombre y mujer que han dormido y, sobre todo, que se han amado hasta
el jadeo y el sudor.
El hombre
recordó los juegos, las caricias, los cuerpos entrelazados y entregolpeados en
la caricia última, y pensó, o semipensó, que estaba queriendo mucho a aquella
mujer de sonrisa siempre dócil y ojos que a menudo se hacían como de mirar
lluvia, a aquella desconocida que era su amante desde mediados de invierno.
Ocho
sílabas eran el nombre y el apellido de la mujer; por dos veces las pronunció,
sin voz. Después movió otro poco más el cuerpo, procurando arrimar algo más la piel
suya contra la templada piel de ella. Y sonrió, se sonrió a sí mismo, en la
oscuridad del cuarto, e inconscientemente extendió el brazo para encender la
veladora.
Varias veces
este hombre había visto dormir a esta mujer, pero nunca la había mirado dormida
como la estaba mirando ahora. El sueño, la inmovilidad, la clausura de los
ojos, la boca sin quehaceres, daba a su rostro una unidad que parecía
definitiva y algo, mucho quizás, del misterioso ensimismamiento de los muertos.
Era más que siempre esa cara, simultáneamente, un paisaje con un acento fugaz y
esquivo y un perfil único en el mundo que a su vez era también irrepetible, el
que estaba además como absuelta del tiempo, o simplemente evadida de un tiempo
inocente o de fingida inocencia. Ninguna cara tan de ella y a la vez tan libre
de la carne y la memoria, ninguna tan investida cifra suya, ninguna como para
sentir al mirarla, como sentía el hombre, el llamado de un alma y un cuerpo
confundidos fibra a fibra y fascinantemente singulares.
Se inclinó de
leve sobre la mujer dormida. Creía adivinar que aquel rostro estaba a punto de
decirle algo y que no se lo decía, o quizás se lo decía tan secretamente que él
nada podía entender. Sentía que el amor crecía en su pecho pero asimismo que,
falto de la complicidad esencial, no alcanzaba una presencia que pareciera con
vida propia y donde ellos, como por añadidura, pudieran instalarse en un
sistema de encuentros mutuos o una especie de comunión.
Quiso ver
también el cuerpo de ella y tiró de la sábana, lentamente, para verlo todo
descubierto. Los ojos mucho le dieron y mucho le negaron. No había,
seguramente, en toda aquella piel que miraba un solo centímetro que él no
hubiese acariciado o besado, pero ahora pedía a sus ojos mucho más de lo que
sus manos y su boca habían podido darle. Como no pudo cerrarlos, la siguió
mirando, y de nuevo intentó cerrarlos, en vano. Creyó ver que aquel cuerpo
estaba allí como olvidado, como abandonado por error a una soledad devorante, y
cerró los ojos. Se dio cuenta que en los ojos estaban todas las verdades que la
boca no suele decir.
Sin duda
ella registró desde su sueño la mirada del hombre sobre su cuerpo, porque estiró
las piernas, largas, giró un poco el torso, y sus manos sonámbulas recogieron
casi hasta la garganta el borde de la sábana. Él apagó la veladora y ella
dormía ahora muy quietamente. Él ajustó su cuerpo al de ella y reclamó, con los
párpados apretados, el sueño: la paz animal, la unión profunda en el sueño con
la mujer dormida.