¡Oh!, rayito
de sol veraniego que con tu mirada haces arder mi piel con embaucamientos mil, hoy
necesito proclamar al viento, ese mismo céfiro primaveral que acaricia de leve
las flores del rosedal en las cálidas tardes de octubre, que tus admirables
ojos me hechizaron robando de vez mi sueño. Son como dos delicadas perlas de
azabache que han sido encarceladas dentro de un vasto mar de hermosura y
preciosidad.
Por ese
divino fundamento vivo hoy el desvarío en esta ciudad salvaje que me mantiene alejado
de ti, un fuego de sueños furiosos que me consumen en esa distancia infinita
que separa nuestros cuerpos.
Sois la
celestial causante de que mi corazón palpite con el sonido fustigador de los
vidrios rotos. La desventura de no poder besarte atraviesa ya esa paz
adormecida que un día tú incitaste dentro de mí.
Si dicen
que en el amor no valen los párpados cerrados, las miradas contenidas, susurros
detenidos abruptamente por labios de carmesí, cede entonces a que el inmortal sol
de los cielos trasmigre cachos de su luz en tu ovalado rostro de tenue abenuz, para
que tus cabellos más negros
que el ébano, peinados con la gracia
y sencillez de una diosa, absorban el ardor inverosímil de sus rayos como si
ellos fuesen besos que te entrego en mis incontenidos delirios.
Huyen con
prisa mis palabras, como siento que se evade mi vida en desatino entre sueños e
ilusiones mil, en cuanto camino inseguro a pasos amargos en un traje de piel
vacío y un cuerpo sin nexo.
Ahora, lúcido
sol de mi vida, te quiero como para escuchar toda la noche y dormir abrazado en
tu pecho, sin recelos ni fantasmas que nos despabilen… Te quiero como para no
soltarte jamás.
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