Nos acostumbramos a
vivir de alarma en alarma, al punto de inventar para nuestro estilo de vida los
propios alertas emocionales capaces de enfrentar los desvaríos humanos.
Durante el transcurso de
la vida, el sosiego y la inocencia de nuestra primera infancia se alteró por
las peores alarmas de espanto, hasta que finalmente vemos que está implícito
que no hay tiempo a perder en tonterías.
Cuando llegamos cerca de
la mitad de la vida, digamos entre los cuarenta y los cincuenta, al fin
aceptamos que la eternidad no existe. Es entonces cuando suele aparecer un sentimiento
inmenso y notable llamado aceptación.
Pasamos a conocernos más
que nadie, a saber quiénes somos y que nadie vendrá ya a contar un cuento chino
o un sueño de Disney, y surge esa gloriosa sensación de decir lo que nos viene en
mente y aliviar el alma sin guardar formas.
Es un tiempo en que
hemos ido acumulado mil historias privadas que nos causan risas inesperadas, y
que nos hacen revivir el brillo que tenían las travesuras de niño… Pero eso sí,
ahora con intemperancia de adulto.
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