El amor, cuando cabe todo
él dentro de una sencilla flor, puede llegar a ser infinito, pero cuando de
repente uno ha sido desterrado de ese refugio seguro que nos proporciona el
amor y la pasión, entonces avanza contra el mundo y al mismo tiempo le teme.
En ese pasadero instante,
con el corazón hecho añicos, uno construye con sus versos tristes otro mundo
artificial que lo sustituya, dejando que sus poemas giren en torno a él, así como
las flores lo hacen frente al sol en las mañanas de primavera.
Lo que nos queda, es esa
gran sensación de vacío que se adueña del cuerpo cuando alguien se te mete en
los sueños de tu vida, los destruye y luego se marcha. Restan entonces las
mañanas en que ya nadie nos despierta y las noches en que ya nadie nos espera.
Ha de ser siempre así, como
si las palabras y su tiempo estuviesen desajustados, como lo que debiera
decirse ya no fuese oportuno, así como no lo será el día en que nos falte la
vida y nada podrá ser dicho ya.
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