Suele suceder. Por veces
afloran épocas en que el mundo se convierte en nada en un santiamén, aunque escondidas
en medio a toda esa nada suenen voces.
Son voces variadas que
se complementan con ecos de gente que grita, solloza, canta, habla y hasta
despotrica en causa propia contra ese destino sorpresivo que los asestó en
media a un trance inesperado.
Dentro de esa misma nada
también existen otras voces que imploran y oran con cierta convicción dudosa,
mientras tanto otras no pasan de exhalaciones y suspiros de esperanza dirigidos
hacia algún santo casamentero mal recomendado.
Los que gimen y sollozan
dentro de esa nada tienen el llanto transparente, pero para eso tienen los párpados,
que sirven para tornarlo opaco antes que resbalen sus lágrimas.
Dentro de esa intención
primaria está también el drama de la desencantada que carga con su fantasma. Sin
embargo ese día ella se quedó en silencio, cuando él la abrazó por la espalda y
le murmuró suavemente al oído: “Quiero llenar tus días de alegría, déjame
acariciar tus tristezas”.
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