Tengo lo que
tengo y nada más, pese a que ciertas veces mi mente trepide afligida entre la
consolación y el llamado desconsuelo. Pero lo más curioso, es que nada en el
mundo sustituye a la constancia.
Siento que por
veces me duelen las sienes, no a causa de cualquier achaque, sino por una angustia
que se origina en mi constante búsqueda por ese precario equilibrio que intenta
fluctuar como nube lánguida entre remordimientos viejos que en su momento han
quedado incrustados como reliquias que alguien engarzó en mi mente.
No es de dudar
entonces, que mis raciocinios insistan en conducirme al sacrificio, pero doy
gracias a ese menudo salvavidas que poseen mis sentimientos, y con él me evado como
puedo de esa libación, para de a poco emerger del pozo como un náufrago empapado
por tímidos sudores de dolor.
Anhelo lograr un
día estrechar un entendimiento que sea definitivo con mis sordas voces
internas; pero, mientras tanto, cargo con ellas por el mundo, sintiéndome un
poco desolado, ya que ansío verdades y no reflejos, de los hechos y aun no
desechos, de esas presencias fantasmales, retratos nebulosos y a la vez espejo
de lo que vieron un día y de lo que ya no está, pero que me siguen y persiguen
y, si bien estos no resultan una compañía clamorosa, de poco y nada me sirven
sus parodias de muerte.
En suma, he
logrado darme cuenta, quizá no a tiempo, que únicamente la constancia y la
decisión lo consiguen todo. Esto se debe a que el talento no es capaz de sustituirlo,
pues nada es tan corriente como los inteligentes frustrados que nos circundan. El
genio tampoco lo es, ya que resulta ser típico el caso de los genios ignorados
que con pasos errantes deambulan por el mundo. Ni siquiera la educación está
capacitada para sustituir a la constancia, ya que el universo está lleno de
fracasados bien educados.
Dejando de
lado esas continuaciones, logré convertirlas en trazos lineales del tiempo,
imitación de lo inimitable, y siento que hoy ya estoy más lejos, y más seguro.
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