Confieso, emocionado, que la reconocí inmediatamente, aunque algo denodado,
considero que igual la podría haber distinguido perdida en medio de una
multitud.
De inmediato sentí una indescriptible emoción, y creo que me dieron unas
ganas locas de ser parte de ese viento rabioso que la despeinaba. Había pensado
tanto en ella, que durante varios meses llegué a imaginar innúmeras cosas, pero
luego al verla ya no supe que hacer. Es que en cuanto ciertas personas hacen de
todo para tornarse substanciales, otras, a pesar de todo lo que las rodea,
actúan naturalmente y se tornan inolvidables.
No es por nada
que yo me quedé mirándola, rutilante, y puedo jurar que ya no me quedaron ganas
de mirar a nadie más. Recuerdo que desde el primer momento en que la vi, había comprendido
que los ojos siempre pertenecen a la persona que los hace brillar.
Desde aquel entonces ya no logré dormir por las noches para soñarla, y eternamente
mis desvelos terminaban en su nombre. Un día, inconsolable, quise cambiar mis
poemas por olvido, pero seguí escribiendo sobre ella.
No sé decir exactamente en qué momento ella se metió en mi corazón, para
que ahora la extrañe tanto. Pero creo que ella ya me olvidó.
Lo nuestro nada más fue de esos amores pasajeros que nunca se arriesgan
a entregar todo de sí, que prefieren no quedarse ni quererse, donde el orgullo tiene
más valor más que los verdaderos sentimientos.
En fin,
confieso que no pude. Me declaro culpable de amarle para siempre. Y me declaro
culpable que mi cuerpo no admita otro cuerpo que su cuerpo. Me declaro culpable
que mi boca no acepte otros besos que no los suyos. Me declaro culpable por el
hecho de que amar siempre quiere decir siempre aunque ella esté lejos.
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